Paseo en una lámina

Uno de mis suegros, papá de una de las tantas novias que yo tenía, pues he sido muy tunante, estaba construyendo una casa.
En eso pasé yo y me dijo:
– ¿Usted está enamorado de mi cipota?
– Sí, hombre –contesté yo.
– Entonces, ayúdeme a trabajar – dijo él.
Yo no sabía nada de construcción, pero le dije que sí.
El maestro de construcción, que era compadre mío, me dijo que me subiera al caballete. Yo miraba un poco jodido subirme hasta arriba, porque era bien alto, pero al fin me subí. Cuando andaba en las tijeras de la casa, me temblaban los pies, pero pensé: “La novia me está viendo y ahora tengo que hacerle guevo”.
Empezamos a poner las primeras láminas. Unos muchachos que estaban abajo me pasaban; yo las clavaba.
En una de tantas, mientras me pasaban una de las láminas, se vino un huracán. Un huracán que chiflaba, yo les aseguro que eso era perro. En ese momento me dieron una lámina; mi compadre la agarró de la otra punta y cuando logramos atravesarla, dice aquel ciclón para arriba. El compadre soltó la lámina, pero yo no; yo estaba haciéndole guevo, pues me estaba viendo la novia.
En esto, salí aquella lámina por los aires. Para no caerme me puse de panza en la lámina y me agarré de las orillas, mientras aquel huracán nos hacía un colocho. Después de dar como cuatro vueltas por la aldea, montado en aquella lámina vieja dije: “Aquí voy a tener que hacer algo yo, voy a tener que aprender a manejar esta papada. Y así como yo miro que manejan los aviones, así voy a manejar esta papada también.
Me puse a ver cómo giraba esa cosa; agaché una esquina de la lámina sobre mí y miré que la lámina giraba.
“Hoy sí estoy bien”, dije, “hoy si estoy aprendiendo a manejar esta animala”. De repente, miré que se iba saliendo de la aldea para otros rumbos, pero me devolví quebrándole la otra orilla y así giramos para la derecha.
Aquella animala no caía, sólo era vueltas. Le daba para la izquierda, le daba para le derecha, ¡y no caía!
A todo esto, se estaba haciendo tarde y todos los vecinos de la aldea andaban con hochones de luz, detrás de mí, para ver dónde caía muerto. Yo sólo sacaba el pescuezo por la orilla de la lámina y miraba para abajo.
En eso, me acordé que los cutes, cuando encogen las alas, van para abajo. Yo pensé que con esa animala vieja así iba a ser también. En una de las pasadas sobre la aldea, le achicharré las orillas a la lámina para abajo, y aquella animala cogió para abajo. ¡Hasta zumbaba! Iba directo al mero campo de fútbol.
Yo miré que me iba a matar; cuando estaba a punto de estrellarme, la doblé para arriba, y la lámina parecía el satélite que tiraron los Estados Unidos y Rusia. Hasta humo echaba de las botas de hule que yo andaba y que querían agarra fuego.
Cuando la gente miró que yo ya maniobraba la lámina
– yo ya me había ido para la derecha, para la izquierda, para abajo y sólo aterrizar me hacía falta-, le dijeron a la señora mía:
– Teofilito ya es aviador; ese muchacho va a aterrizar en el patio de la casa, así que vaya hágale café para cuando aterrice.
Como yo ya manejaba bien aquella animala, empecé a equilibrarla para caer en el patio de la casa. Y yo que caigo, y la mujer que me sale con una taza de café calientito.