Ocotepeque tiene la enorme ventaja de estar a un palmo de las fronteras con dos países: Guatemala y El Salvador. Este lugar es una mezcla asombrosa de culturas donde los habitantes han sabido mantener su identidad y sus costumbres. Más que una ciudad de paso para los viajeros, Ocotepeque es un bastión de la hondureñidad.

Llegar a este extremo de Honduras es atravesar la geografía más accidentada del país. Aquí nacen ríos verdaderamente importantes y una parte de la montaña de Celaque, la más alta de la nación. Cruzar por carretera las alturas de El Portillo es una oportunidad para divisar una porción de la Reserva Biológica El Güisayote,  un bosque nublado donde el quetzal y los helechos arborescentes dominan.

Antigua Ocotepeque, la ciudad original arrasada por los aguas bravías del río Marchala, está a pocos kilómetros de Ocotepeque y es obligatorio visitarla para aprender un poco más sobre el tradicional Baile de los Moros y Cristianos. Una representación que se remonta a las lejanas épocas de la colonia española y que sobrevive gracias a la tenacidad y orgullo de la gente.

Tras la destrucción de Antigua Ocotepeque en 1934, los habitantes comenzaron a levantar un nuevo asentamiento pocos kilómetros más adelante del río. Nueva Ocotepeque fue fundada un año después de la tragedia. En 1958 se abolió el nombre de Nueva Ocotepeque y la ciudad empezó a llamarse simplemente Ocotepeque.

Una de las más agradables sorpresas que recibe el viajero en esta ciudad es la gastronomía, tan rica y variada como la de todo occidente.