No es Oymyakon, el pueblo más frío de la Tierra, en Siberia oriental, donde la temperatura baja a -65.4 grados, pero en Honduras, en La Yamaranguila, Intibucá, hay un pequeño poblado con 50 familias que soportan por la madrugada hasta -3 grados centígrados.

En la aldea Buenos Aires, El Pelón, el sol no basta. Uno, dos o hasta tres abrigos son inútiles para mermar las gélidas temperaturas que empeoran con el paso de las horas. Para un habitante de tierras cálidas como San Pedro Sula o Choluteca, vivir 24 horas en estas condiciones podría ser mortal (si no va preparado).

Según el departamento de Pronósticos de la Comisión Permanente de Contingencias, cuando faltan unos minutos para las cinco de la mañana se pueden sentir en la zona temperaturas casi de congelación.

Comienzan a bajar justo a las 5:30 de la tarde, cuando el sol se pone en el sur de este cerro, que es además el más elevado de Intibucá y uno de los más altos del país. Decidimos emprender la aventura y comprobarlo. No era necesario leer los rótulos de tránsito para saber que habíamos llegado a La Esperanza.

El Pelón, un pueblo helado 

A las ocho de la mañana, el frío intenso nos dio la bienvenida. Ya había pasado la hora en que se registra el clima más “duro” de la nación, pero tuvimos que sacar los primeros abrigos para regular nuestra temperatura. Aún faltaba más por recorrer.

El termómetro del celular marcó los 15 grados. En el camino descubrimos la mejor cualidad de esa álgida región: la amabilidad de su gente.

Los esperanzanos saludan a todas las personas que van en vehículos con un sincero “buen día”. Más de alguno se atreve a pedir “jalón” a cualquier caserío, pero no sin antes ofrecerles ayuda a quienes no conocen el lugar. -Buscamos el cerro El Pelón. -Siga derecho, después de la posta abandonada de Yamaranguila está -nos respondió un sonriente poblador con su acento peculiar.

Seguimos las indicaciones y el camino se volvió cada vez más burdo y pedregoso. En el trayecto seguimos descubriendo las bellezas de ese territorio, de agricultura fascinante.

El frío hasta cierto tiempo del año es aliado perfecto de los agricultores que logran que la cosecha les genere fondos para su economía. José Vásquez, un sembrador de la zona, nos explicó que en diciembre quedan pocas verduras y terminan vendiéndolas a 75 centavos. Nos ofreció varias de las hortalizas que no se habían quemado por las bajas temperaturas.

Tenía que regresar a su casa. El reloj marcó las 9:30 de la mañana; el termómetro, 12 grados. Finalmente apareció en el camino un letrero: “Bienvenidos a la aldea El Pelón”. El clima nos sorprendió a medida que transcurrían las horas y faltaba subir más. A las once de la mañana llegamos a la escuela de Buenos Aires, El Pelón, y al mirar atrás notamos que realmente estábamos en la parte más alta de Intibucá. El panorama es impresionante.

Llegada

Nos recibió un pequeño de 13 años, que aparentaba menos edad. Unos pantalones gastados, botas de hule, camisa manga larga que vio mejores tiempos y un gorro de lana, lo protegen del frío. Tony, un chico tímido pero sonriente, nos acompañó sin hablar mucho.

Su madre, Esperanza Cabrera, nos recibió con alegría en el patio de su humilde casa. Un vestido basta para ella. Ya está acostumbrada a esta temperatura. En el pueblo, los vecinos tienen una rutina normal. Contó que su esposo Mauro Méndez seguía en La Esperanza, donde le toca cortar café. En diciembre es el oficio que mejora los ingresos de los pobladores de esa zona, pues la cosecha de hortalizas ha pasado.

Zenón Cantarero es el dirigente patronal y lo encontramos regando su plantación de maíz. Él sí usa, además de su camisa, una chamarra y un sombrero.

Cuando estuvimos con él supimos que el frío tiene un compañero silencioso. Estar a 2,600 metros sobre el nivel del mar es una experiencia sofocante. Se necesita destreza para administrar el oxígeno que los pulmones aspiran en los senderos inclinados que se recorren para llegar a la casa de Cantarero.

“La gente que viene por primera vez se cansa rápido, se marea y puede sufrir de ahogamiento”, dijo. Yo lo estaba experimentando. También nos advirtió que a las cuatro de la tarde empieza a bajar la temperatura.

“Hemos estado a cero grados e incluso la semana pasada cayó granizo”. El reloj marcó las dos de la tarde. Almorzamos y regresamos a la casa de los Méndez, donde ya se encontraba don Mauro.

 

Café con semitas: la mejor propuesta del menú, que decidimos complementar con un jugo natural “al tiempo”. “Está helado”, exclamó Will, uno de mis compañeros. Los jugos enlatados que vende Esperanza no están refrigerados, pero al saborearlos sentimos pequeños bultos de hielo.

La temperatura había bajado a nueve grados. Por un momento me quedé solo, en un ambiente helado, pero agradable. Saqué uno de mis libros. No había notado que faltaban 10 minutos para las cuatro de la tarde. Apenas pude hojear en cuatro ocasiones el libro cuando el ruido intimidante de los árboles me anunció que el monstruo estaba cerca.

El ruido del viento se intensificó a tal grado que el miedo incrementó mis palpitaciones. Mi cuerpo tembló más de lo normal porque la temperatura comenzó a descender. En uno de los precipicios cerca de la casa de los Méndez me acerqué lo más que pude a los rayos del sol, pero fue inútil recibir calor. El vapor comenzaba a salir de mi boca. Estaba en un clima de cuatro grados.

Mi último suéter se quedó en el carro que se llevaron mis compañeros para buscar a Zenón. Estaba acorralado. No había forma de mitigar el aire fresco que impedía que respirara mejor. Nunca antes había experimentado una temperatura como esa. El pequeño Tony tomó su balón y corrimos para aclimatar los músculos. Eso sirvió momentáneamente. De pronto, detrás de una de las montañas aledañas bajó un grupo de nubes blancas y densas y el insignificante calor que había conseguido se esfumó de inmediato.

Por primera vez toqué las nubes, pero al mismo tiempo las coyunturas de mis rodillas y manos se inmovilizaron. Llegaron mis compañeros y el cuarto suéter hizo que menguara el frío. A las seis de la tarde, el sol desapareció. No hubo mejor escondite que el carro. Solo salimos de él cuando doña Esperanza nos invitó a cenar. Por la noche, la temperatura bajó a tres grados.

Tras seis horas de sueño vimos el nuevo amanecer a las seis de la mañana para partir ansiosos de regreso a casa. En El Pelón se quedaron las 50 familias que son felices en la zona más fría de Honduras.

Relato Saúl Vásquez, La Prensa